De cómo los gallos custodian los recuerdos
A escasos 10 minutos del centro de Ámsterdam se encuentra Begraafplaast Vredenhof, uno de los siete cementerios con los que hoy cuenta la capital holandesa. A finales del siglo XIX, Ámsterdam solo disponía de dos cementerios, los conocidos como cementerio del Este y del Oeste. Conforme la ciudad crecía, la distancia a uno o a otro desde algunos barrios aumentó hasta el punto de que las autoridades se vieron obligadas a buscar una ubicación para un tercer cementerio. Haarlemmerweg, la carretera hacia a Haarlem, ciudad al oeste de Ámsterdam, resultó idónea y a partir del 28 de julio de 1.887 Vredenhof estuvo a disposición de la comunidad.
A escasos 10 minutos del centro de Ámsterdam se encuentra Begraafplaast Vredenhof, uno de los siete cementerios con los que hoy cuenta la capital holandesa. A finales del siglo XIX, Ámsterdam solo disponía de dos cementerios, los conocidos como cementerio del Este y del Oeste. Conforme la ciudad crecía, la distancia a uno o a otro desde algunos barrios aumentó hasta el punto de que las autoridades se vieron obligadas a buscar una ubicación para un tercer cementerio. Haarlemmerweg, la carretera hacia a Haarlem, ciudad al oeste de Ámsterdam, resultó idónea y a partir del 28 de julio de 1.887 Vredenhof estuvo a disposición de la comunidad.
Desde un principio, este cementerio no ha sido solo eso. Muchos de sus visitantes, además de acercarse hasta allí para recordar y honrar a sus difuntos, también lo hacen para descansar en el silencio y la explosión de vida que se descubre en su interior. El arquitecto Springer lo diseñó como si de una finca se tratara, y su propio nombre, Vredenhof, “Oasis de Paz”, ya lo tilda de un peculiar atractivo.
Vredenhof es un “cementerio vivo” o “actieve bregraafplaast”, así se le conoce entre sus visitantes. La espesa vegetación y los altos árboles que lo rodean lo ocultan de las miradas curiosas, no hay forma de ver lo que esconden sus muros naturales hasta que no estás en su interior. Y allí, me presento, con ganas de saber, cámara en mano, acompañada de una delicada y fina lluvia que, a modo de guía paciente, no se alejará de mí en toda la visita. Dentro, tengo la impresión de que unas manos invisibles, apenas rozándome, cubren mis oídos. Los hermosos árboles de Vredenhof no solo velan por impedir las miradas externas si no que aíslan este cementerio de cualquier ruido que pudiera enturbiar la paz del “Oasis”. El rumor del tráfico, intenso y a escasos metros, no se escucha.
Con tan solo detenerse a mirar las primeras tumbas, ya adivinas que te encuentras en un hogar. Un lugar entre dos mundos, fuera de toda regla y tiempo. Un puente tendido entre los que estuvieron y los que están, un puente de madera o de hierro, que, a modo de banco te invita a detenerte un instante y prolongar recuerdos.
Los holandeses cuidan las tumbas de sus seres queridos como si de sus jardines se tratase. La variedad de flores, sobre todo de tulipanes, y de objetos recordatorio de los gustos y oficios de los difuntos, colorea las tumbas. Sobre ellas podemos encontrar álbumes de fotos, letras de canciones, amuletos, gnomos e incluso hadas y, además, gallos.
Si me encontrara en el Valle Maulino, en Chile, esperaría toparme, de un momento a otro, con “la mujer alta del cementerio”, la guardiana de un tesoro cuya presencia anuncian los parsimoniosos gallos picoteando entre las sepulturas. Me sobrepongo a ese pensamiento, lo más parecido a ese personaje del imaginario chileno que pueda haber a estas horas en Vredenhof soy yo que deambulo de aquí para allá, topándome con cerezos en flor y con los gallos.
En la simbología cristiana estos animales representan al guardián de las puertas del cielo, a San Pedro. Y entonces pienso que quizás sean ellos los vigilantes, los que se pasean entre las tumbas, con calma, seguros, encargándose de que nada pueda interrumpir la paz de este lugar.
Estoy segura de que mi insistente sensación de que hay alguien que vigila se debe a que desde que entré en Vredenhof, comencé a escuchar su silencio y a respirar su aire húmedo y calmo. Siento la necesidad de que esta paz se preserve.
No sé el tiempo que he permanecido inmóvil, sentada bajo un cerezo, dejando que mis ojos jueguen con las pequeñas hadas y los duendes de cerámica, mientras los gallos se me acercan. A mí lado, desconozco desde cuando, el guarda me sonríe y me tiende un mano con maíz, invitándome a congratularme con ellos. Mientras lo hago me explica que es él quien los atiende, hace ya algún tiempo que viven por allí, no hay granjas cerca, así que debían ser de alguno de los difuntos, me argumenta como toda explicación.
Silencio y música.
A Vredenhof también se le conoce como el Cementerio Bohemio de Ámsterdam. Su cercanía al barrio Jordaan facilita que allí estén enterrados personajes ilustres de dicho vecindario. El Jordaan “Jardín”, en el XIX era un barrio obrero, hoy es refugio de artistas y estudiantes. Sus calles, la mayoría de ellas con nombre de flor, han acogido a refugiados políticos y personajes históricos conflictivos como Descartes, es uno de los pocos lugares del mundo en el que se erige un monumento a los gays asesinados en los campos de concentración “Homomonument” (1.997) y acogió la “Revuelta de la Anguila” (1.886), estallido popular que culminaría con la prohibición del maltrato a los animales en Holanda.
Entre los personajes procedentes del Jordaan enterrados en Vredenhof destacan dos reconocidos músicos: Johanes Hendricus van Musschen (1.924 – 1.989) y Johnny Meijer (1.912 – 1.992), ambos más conocidos por sus pseudónimos; Johnny Jordaan y Johnny Meyer. Johnny Jordaan, ha sido el cantante Folk holandés que más ha compuesto y dedicado temas, tanto a la ciudad de Ámsterdam como al mismo barrio Jordaan del que adoptó el nombre en homenaje a sus gentes.
Por su parte, el acordeonista Meyer, considerado como un autor de jazz de culto, después de conocer la fama y medio mundo, acabó sus días, sólo y alcoholizado en el barrio que le vio nacer. Pese a su carácter poco sociable, cuenta con una estatura homenaje en el barrio y con una sepultura coronada con una estela personalizada, un acordeón de piedra que mis sorprendidos oídos comprueban que suena, sí, suena, ya que, sin perturbar el silencio del Oasis, a ratos las composiciones de estos y otros músicos, a través de escondidos y oxidados altavoces, interpretan el papel de motivo musical de este particular cementerio.
No solo el acordeón de Meyer, ni los enanitos de jardín sorprenden a los visitantes, en algunas de las sepulturas, los artistas locales son los responsables de decorar las estelas con mosaicos o diseños en cerámica y cristal o representaciones de animales sagrados cuyo significado se me escapa, pero que seguro está relacionado con las creencias y deseos de los recordados.
Acabo mi visita siguiendo el diseño amplio y ordenado de sus principales calles, un contraste con el desorden y variedad de las tumbas. En algunas pequeñas sendas puedes encontrar tumbas de las que, apenas se consigue leer el nombre del difunto, escondido bajo el abigarrado decorado de árboles y plantas. Y, a pocos metros, espaciosos jardines funerarios, solo ocupados por algún que otro banco. Ya en la salida, en la puerta de acceso a Haarlemmerweg, me detengo y dudo, miro hacia atrás, si salgo, en unos pasos ya no escucharé el acordeón de Meyer, solo cláxones y rumor.
Cementerios Holandeses
En Holanda existen actualmente más de 2.000 cementerios activos y más de 1.000 pasivos, en su mayoría muy pequeños y en los que casi nunca se llevan a cabo enterramientos. De entre los activos, 1.800 son municipales, 900 católicos, 440 reformistas holandeses, 200 judíos y 5 reformistas.
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