domingo, 15 de julio de 2012



PENSAMIENTOS

 Las mudanzas y el carnaval - o de cómo los sentimientos abandonan antes su lado de la cama



Creía que solo la muerte podía asolar ciertas presencias y dejar huecos allí donde se perdían mis ojos. Manchas o espacios descoloridos en el tapiz que caminamos en círculos, constantemente.  Ese claustro que recorremos sin descanso necesita columnas que sujeten sus arcos. Los setos, las flores, la fuente, su murmullo, los relieves pastoriles o los traviesos bafumets distinguen un claustro del otro, pero las columnas son precisas para soportar la sombra por la que discurre nuestra vida. Cuando la muerte se fija en una de esas piernas, la toma y hace suya envolviéndola en musgo o en hiedra, envuelta en una vaina verde, la piedra queda sepultada pero sin dejar de sujetar arcos, espacios y sombras.

Creía que solo la muerte asola columnas. Lo creía y me tomó desprevenida el final del carnaval. Ese momento de la fiesta en el que los pies comienzan a pisar mascaras caídas y la música pasa a ser crujir de ojos, mejillas y falsos labios.

Nunca me gustó el carnaval. Nunca. De niña me obligaban a disfrazarme de lo que tocara. De lo que las musas soplaran al oído a mi madre, sentada en el suelo de su habitación mirando al armario abierto de par en par, como si tras  la ropa colgada en los percheros hubiese alguna otra puerta por la que estuviera deseando entrar. Alguien debía insistirle en cruzarla, lo sé porque mi madre, aún hoy, siempre hace lo contrario a lo que se le dice. Entonces se levantaba, “Eureka”, de un portazo cerraba el armario y aquella puerta al fondo que solo ella veía, y se lanzaba al baúl donde se apolillaban sombreros y camisones de sus tías. Nunca me gustó vestir aquellas gasas y oler a alcanfor, siempre he pensado que era el olor de los muertos.

No, no me gustaba el carnaval, ni tener que aguantar en viacrucis etílico a la murga paterna y sus canciones de cofradía en cofradía. Empecé a aceptar aquella mascarada en la adolescencia, siempre  y cuando pudiese transformarme en alguna criatura nauseabunda, más muerta que viva y con capacidad de asustar con la mirada enmarcada en unas garras seguras y afiladas. No, no voy a detenerme ahora en mi gusto por ese tipo de criaturas aunque es evidente que, ya que se trata de trasgredir, debía estar cansada de que intentaran alisarme las greñas y de que mi sonrisa, por perenne, careciera de valor. La necesidad de embrutecerme la nariz y de cicatrizarme la cara para verme, mientras alrededor mío proliferaban los zorros y las princesas árabes con el ombligo al aire y las sonrisas cubiertas, no me permitió ni adivinar que las máscaras se caen siempre en algún momento ni entender que sin ellas no se asiste al baile.


Aquellos años de autocomplacencia y mi identificación con los seres abisales terminaron en cuanto pasé a sujetar el otro lado de la barra, y a aguantar las madrugadas de clientes reacios a abandonar la fiesta sin colocarse las gafas de sol antes de salir a la calle. Y dejé de ver antifaces y caretas. Normalicé los rostros que asomaban a las columnas de mi patio y apoyé en ellos la sombra de mis días.


Todos tenemos un lado de la cama
Como no nos gusta desprendernos de lo que hemos sido, con los disfraces cosemos camisones y pijamas. Cada noche los extendemos cada uno en su lado de la cama. Porque todos tenemos un lado de la cama. Todos tenemos un lado en cualquier cama. En la nuestra, en las impúdicas camas de los hoteles, en las camas mudas y anónimas a las que no volvemos, en las impolutas camas de los hospitales o en la cama, impávida y generosa, del amante. En cualquier lecho al  que cedamos, salvo  en el último, todos tenemos un lado.

Y por las noches, un disfraz del que te desnudas, se tiende al lado del otro. Los cuerpos se tocan aunque sea sutilmente, buscando esa minúscula geografía que el disfraz no cubre, la incuestionable importancia de la presencia. Pero esas telas extendidas, descuidados los cuerpos, los protegen de las emociones, de los sentimientos. Así, en la cama, los seres descansan, los cuerpos se buscan, los disfracen separan y los sentimientos, los últimos en dormirse, son los primeros en abandonar su lado de la cama.

Primero se deslizan por los límites del sueño y se marchan a otros lados, a otras camas; después con la plena conciencia de que en esa cama dejan el disfraz y un cuerpo junto al suyo, ese cuerpo que, desde la oscuridad palpaba animoso cada pliegue descubierto y desnudo.

Los sentimientos son los primeros que dejan su lado de la cama, ser  los últimos en dormirse y su vigilia les ha permitido adivinar la humedad de las aguas que toman la nave a la deriva y escapan de ella, antes de que las sábanas se sepan velas y el timón sea  incapaz de gobernarlas.

Una mañana, cuerpo, disfraz y emociones de un lado de la cama se despiertan y el sentimiento de ausencia es tan grande que se giran bruscamente hacia el otro lado, un lado ocupado, sí, pero que no alivia el vacío. Entonces, hace frío y es carnaval.


Los sentimientos mudan como lo hacen la piel de las serpientes
Es de día y es carnaval. La música y las risas suenan lejanas. Sujeto el disfraz con miedo a que pueda desaparecer en algún momento. La luz del sol me permite ver el tapiz descolorido y una imagen del pórtico se me viene a la cabeza. Los pilares, la piedra esculpida y el silencio, pero no el que, a su paso, deja la muerte. El silencio en el que permanecen las estancias  tras una mudanza.

Los sentimientos mudan. Se trasladan. Dejan de estar, por eso pesa el vacío que antes ocupaban.  Los afectos mudan con los sentimientos y con ellos se llevan las patas de piedra y las sombras y el soportal cede. No, cuando la muerte asola una presencia la piedra es hiedra, pero cuando la mudanza sopla los pilares son arena y el arco cede.

No me gusta el carnaval, no me gusta estirar el disfraz en mi lado de la cama. No me gusta alzarme confiada, empezar a caminar descalza, cortarme los pies y entender que la  música ya no es sino crujir de ojos, mejillas y falsos labios.

sábado, 14 de julio de 2012

ADIÓS - Julio (2012)


DEL NATURALISMO DOCUMENTAL A LAS “ARTIMAÑAS” DEL 3D, VERANO DE CINE

Dos títulos de reciente estreno, Sueño y silencio (Jaime Rosales, 2012) y  Girimunho, imaginando la vida (Helvecio Marín Jr. y Clarissa Campolina, 2011) y un tercero que llegará a las carteleras en el mes de agosto, Harakiri, death of a samurai (Takashi Miike, 2011) proponen una reflexión sobre la actitud vital y espiritual ante la muerte, la posibilidad de hacer convivir la tradición con la contemporaneidad y sobre la muerte como precio o penitencia para salvaguardar el honor.

Vivir sin memoria para evitar el dolor
El director de cine catalán, Jaime Rosales, presentaba en la Quincena de Realizadores de Cannes, su última película, Sueño y silencio (2012). Una controvertida cinta en la que la obligada improvisación de los actores amateurs y la ausencia de diálogos en el guion con el que trabajaban contrastan con la fuerza de las decisiones que han de adoptar los protagonistas, y las pesadas argumentaciones en las que se sustenta el filme. Precisamente tales contrastes han sido los algunos de los motivos que han llevado a la crítica a manifestarse dividida a la hora de valorar este último trabajo del catalán.

La película se nos presenta como un bocado de realidad ficcionada de modo naturalista, cerca de dos horas de metraje, rodado plano a plano en una única toma, en blanco y negro y con grano duro, según explica el propio Rosales, para dar una imagen de “consistencia, una sensación física matérica” a las imágenes. Esta escultura en blanco y negro está envuelta en dos secuencias, las únicas en color y, verdaderamente, realistas. Dos secuencia en las que asistimos, asomados a un plano cenital, a sendos momentos creativos del pintor Miguel Barceló, comprometido con el proyecto de Rosales desde el principio. Las creaciones de sus dos obras, El sacrificio de Isaac y El Gólgota, respectivamente. Pasajes bíblicos que, junto a la dicotomía Temor y temblor planteada por Kierkegaard, firmando con el pseudónimo de Johannes de Solentio, conforman la base documental en la que Rosales se apoya para narrar su historia.

Llevando el uso del naturalismo cinematográfico al extremo, Jaime Rosales, trabaja con una profesora, Yolanda Garlocha y un arquitecto, Oriól Roselló, que darán vida a eso, a una profesora y a un arquitecto que residen en Francia junto a sus dos hijas. Durante unas vacaciones de verano en España, sufren un accidente automovilístico en el que la mayor de las hijas fallecerá y del que el padre, Oriól, sobrevivirá a costa o gracias a una amnesia, inconscientemente voluntaria, que le impide recordar a la hija fallecida. La hija muerta nunca habrá existido para él, así evitará sufrir el dolor de su muerte.

Los actores, amateurs, no contaron con diálogos a la hora de interpretar. Fueron puestos en la situación emocional apropiada y se prestaron a que el director se lanzara a rodar la historia con una sola toma para cada plano.

Rosales coloca a cada uno de los protagonista defendiendo un frente; Oriol y el sacrificio del Gólgota, el sacrificio del hijo, el “Caballero de la fe” de Kierkegaard que permite al filósofo cuestionar si dios puede alterar el orden establecido, la muerte del padre antes que el hijo. De otro, Yolanda, el sacrificio de Isaac, “El caballero de la resignación” que acepta la orden de sacrificar al hijo con el convencimiento de que Dios se lo devolverá. Como indica el director, “solo a través de la muerte la trascendencia es posible”.

Sin banda sonora, con sonido directo y sin iluminación, Rosales presenta desnuda la película Rosales ante el público, obligándolo a atrabajar, a esculpir con él la historia, a base de Fueras de Campo y Elipsis. Para unos, apuesta arriesgada, para otros, trabajo manierista del director de Las horas del día (2003), que le valió el FIPRESCI de la Crítica en el Festival Internacional de Cannes y La soledad (2007) por la que obtuvo un Goya a la Mejor Dirección y Tiro en la cabeza (2008).

Al Hades tras el honor
El Bushidó o “El camino del guerrero” es el código ético, basado en la lealtad y el honor,  por el que se regían los antiguos guerreros samuráis. Llegando a recurrir al suicidio ritual, Harakiri, por esta causa, para no caer en manos del enemigo o por orden del amo feudal al que sirvieran.  Después de llegar a ser una pena de muerte que el emperador podía imponer libremente, el harakiri llegó a ser practicado no solo por guerreros samuráis. En 1868 fue prohibido pero no por ellos el Harakiri ha dejado de practicarse.

En 1962, Masaki Kubayashi dirigió la película Hara – Kiri Seppuku. La cinta, considerada hoy una obra maestra, obtuvo el Premio Del Jurado en el Festival Internacional de Cannes en 1963. Cincuenta años después, el polémico cineasta japonés Takashi Miiki, estrenaba en la Quincena de los realizadores del mismo Festival Internacional, su remake, Hara Kiri, The death of a Samurai (2011), que no consiguió convencer a la crítica ni a sus seguidores. Los críticos lamentaron que la única cinta en 3D a concurso en la pasada edición no aportara nada nuevo a la versión de Kubayashi, sus seguidores, el que las maneras exageradas y crudas del más extremo gore que el director nipón suele practicar no estuvieran presentes en un título que, a priori, pudiera haberle permitido continuar con  su firma violenta y cruda.

Hara Kiri, The death of a Samurai nos presenta el conflicto personal de los samuráis a la hora de acatar su código, humaniza y desmitifica la figura de estos guerreros y compara la fe en el código y en sus consecuencias que muestran unos samuras con la picaresca y el latrocinio al que una crisis personal o económica puede lleva a otros. Un cuidado flashback, narrado con una secuencia temporal estudiada y correcta, mantiene la tensión del espectador y engrosa la trama, a la vez que refuerza la idea de atemporalidad de ciertos ritos o tradiciones de una cultura tan compleja y  rica como es la japonesa.

El prolífico Miike, que cuenta en su haber con más de un centenar de producciones entre teatro, televisión y cine no empezó a ser reconocido en occidente hasta 1999 año en el que estrenó Audition (Odishon) y Dead on Alive, películas de Yakuzas, el crimen organizado japonés, aunque su verdadero éxito llegaría con Thirteen Assasins (2012) por la que obtuvo el Premio del Público y de Mejor Diseño de Produccion en Sitges.

Rehacer la vida
La tercera sugerencia para este verano, Girimunho (molinillo), imaginando la vida (2011) del tándem formado por Helvecio Marins Jr. Y Clarissa Campolina. La historia de Bastu, una viuda octogenaria que vive en una pequeña aldea brasileña y que, a raíz de la muerte del marido, busca su reafirmación como mujer, da rienda suelta a una rebeldía, durante años silenciada, y emprende un viaje a través de la memoria y de distintos paisajes geográficos, relevantes en su vida, para prepararse a ser quien desea ser y esperar a sí su muerte. Un viaje iniciático emprendido a una edad en la que quienes nos rodean ya no esperan nada de nosotros. Los directores diseñan una puesta de escena de luces y sombras donde bailan de la mano la realidad y la ficción, la vida y la muerte, la tradición más ancestral y la modernidad, en una ficción con tintes de documental en interpretada por actores amateurs.

Marins Jr. Y Campolina trabajan juntos desde 2002, año en el que fundaron la productora TEIA. Después de una década dedicados al género documental desembarcan en la ficción con una película emotiva  y mágica que gana el favor de la crítica y del público allí por donde va. Ya ha recibido tanto en el festival internacional de La Habana como en el Los tres continentes de Nantes y Mar de Plata el Premio Especial del Jurado, además de una Distinción especial en el Festival de Venecia.