De cómo aventurarse a descansar en un banco
Me gustan los bancos, no aquellos que, cumpliendo su papel de mobiliario urbano, están colocados aquí y allá, en la ciudad, si no los otros, los que esperan pacientes a que te acerques.
Pocas veces entiendo el criterio con el que están ubicados algunos bancos ya que cuando me decido a probarlos, me veo sentada frente a la fachada de un edificio, a un escaparate o al borde de una calzada. Mi desconcierto en algunos casos se acrecienta cuando lo interesante queda atrás y yo me pregunto, ¿por qué he de sentarme de espaldas al mar?
A mi me gustan los otros bancos, los del silencio. En mis pensamientos ocupa un lugar especial una particular colección de bancos, la mayoría de ellos son de madera, otros son de piedra, de hierro, e incluso hay alguno de musgo. Mis bancos están en Cabo de Gata, Granada, Valladolid, Madrid, Sintra, Edimburgo, Birks de Aberfeldy, Cebreiro, Vinci, mi terraza... en cada uno de ellos, me he sentado en silencio y he aceptado la invitación a la mirada.
Y, de entre todos ellos, hoy fantaseo con el anónimo banco que me espera en la Alpujarra y donde acudo siempre que puedo. Madera fuerte y silencio, a mis pies, un balcón dormido al que me asomo.
Los bancos se visten de sonidos cada día, como si fuera domingo; con risas en el parque, manar de fuentes, megafonías y silbidos de tren, tráfico, besos, lluvia. Y te invitan. A mi me gusta aceptar la invitación de mis bancos. Detenerme, entregarme a la quietud, laxa y serena, acompasar mi pensamiento a la respiración y verme hacia dentro.
He compartido ese banco con él y, más allá de cualquier gesto, se sostuvo a mi costado, acompasé mi suspiro al suyo y pude sentir por un instante cómo, sobre aquel barranco sobrevolábamos los dos, reposados en el banco.
Precioso.
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