De azoteas, y de trancos
“Gatos, puertas, escaleras,
golondrinas, campanas, nubes y
juegos.
Latas llenas de cromos, cofres
con bailarinas,
Pan con chocolate, espadas de
cartón y juegos de piratas (…)"
Siempre he sido de azoteas. He crecido en casas es
las que podía escaparme arriba durante horas. Una manera de seguir allí y, a la
vez, no estar. De creer en la existencia de un lugar en el que yo dibujaba el
mundo porque desde lo alto, las calles, las nubes y los juegos se ven de otra
manera. En verano, cometas como linternas, esterillas sobre el ladrillo,
helados de leche y fuegos artificiales. En otoño, apoyadas las espaldas en el
pretil naranja, caritas que apuran los atardeceres con los ojos cerrados y sueñan.
Diez años, un mundo de azoteas ante mis ojos y las
piernas arañadas de cabalgar muros. Entonces, solo oía las voces del otro lado y
saltaba de puntillas para aferrarme a la tapia, superarla y ver más allá.
Manos, brazos y vientre magullados pero ahí estaban, otras voces y otros juegos. En
primavera, geranios, jazmines y más gatos y en invierno, olor a frío y a luna
llena.
Diez años y una habitación en una azotea solo para
nosotras; juguetes, tebeos, tareas, meriendas y los silencios tratando de
entender el ulular de las lechuzas. Princesas escondidas en un recóndito lugar
custodiado a un lado, por una fortaleza sacra, semejante a un barco de piedra,
un barco sin quilla, perenne. Al otro, los desvencijados muros de una alcazaba
coronando el puerto.
Una inventa palabras y peina la cal con versos,
mientras la otra descorre telones de algodón y baila sobre mis verbos. Diez
años y unas manos flamencas caracoleando de tu pelo al mío, vuelos de faldas,
descorche de pies y en nuestros dedos chasquidos de fandango del zaguán a la
despensa.
“(…) Otoño, antenas, suspiros y
cuerdas,
Mis carboncillos y tus
canciones,
Letras, vinilos, flequillos y
besos.
Tus ojos, los míos,
Mis sueños, los tuyos.
Un baile, abrazos,
El puerto, tus manos, mis miedos
(…)”
Las azoteas deben ir de la mano de los trancos.
Abajo ellos, tras ellos, ella. Para subir hay que franquear puertas, sortear
vigilancias y ascender escaleras. Catorce años y una azotea más grande y más
pequeña. Muros gruesos, patios de luces y un gallinero vacío y limpio. Pero las
tapias no ofrecen un campo abierto de suelos rojos. No veo la nave de piedra aunque
escucho el repicar de sus velas taciturnas, mientras intento dibujar el
recuerdo de los muros que coronaban el
puerto.
Abajo es oscuro, hace frío, la humedad se ha
adueñado de las paredes y las mujeres deambulan enlutadas por un pasillo sin
nombre. Por eso subo, escapo del helor de huesos al frío de las nubes.
Y la niña se pasea entre pájaros, dibuja y calla.
Ahora su tapia es la alta, del otro lado, voces y música. Bosques de antenas
impiden que vea el mar. Le faltan sus juegos,
callaron los fandangos ateridos por la sombra y sus gritos. Le faltan
los dedos que cantan y los rizos que vuelan. Catorce años y el miedo. Catorce
años y la certeza de no saberse en su sitio.
Invéntate historias, niña. Escóndete en el
gallinero y lee en las ventanas. Búscate un abrigo, viértete en sus ojos y mira
dentro, que estas tapias son gruesas y asfixian, niña. Y las manos buscan, y
los brazos visten, y la sombra grita. Invéntate historias, niña.
En los trancos se puede esconder la luz.
Entorchaste mis sueños en cuatro cuerdas y te prendiste en mi pelo como una
peineta de nácar. Y la niña escucha el mar en ella y busca tus ojos. La sombra hiere
y las tardes pasan. En los trancos se esconde la luz pero el miedo grita.
Para subir a la azotea hay que cruzar puertas y sortear vigilancias, el
bufido del gato, subir escaleras…
“(…) Sola.
Tobillos desnudos, aullar de
perro,
La noche, el fuego.”
¿Y por qué no escaparse a la azotea? Descalza sube las escaleras de
mármol cada noche, sin ruidos. Un barreño en la cintura y en los muslos,
enredado, un suspiro color canela. Allí fuera respira. Apoyado el pecho en el pretil, balancea sus
caderas y ve abajo pasar la gente. La casa de la que escapa se arropa a las
faldas de un cerro, horadado y prendido
de pequeñas fogatas.
Se le pegan los brazos a aquellas sábanas sin escurrir que va tendiendo,
mientras del cerro llegan gemidos y un rasgueo de guitarra. Alguien canta,
palmeos y se prende otra fogata. Se le caen las manos y llora.
Una azotea pequeña y cuadrada, un tendedero, la luz que sube del patio,
ruidos de una cocina y unos dedos, sin chasquidos, aferrados al borde de una
tapia de algodón, azulada y húmeda, como ella. Y en las fogatas se ríen. Ella
escapa a la luna, huye de la luz blanquecina del patio, de los zapatos, de su
blusa, de su cama, escapa. Y en las fogatas ríen.
Azotea pequeña y cuadrada donde los tobillos mandan y la sacuden. Se
seca los ojos, se araña la cara, los tobillos se parten y sus manos escapan, de
la luna al cerro, de las caderas al pecho, y baila, y gime y se prende… y en la
danza se yergue como una llama y graba su silencio en el suelo, lápida lechosa
de una azotea muerta, pequeña y cuadrada.
“(…) me mezco, te mezco,
Te arrullo y me espero.
Margaritas, el mar, azules,
Un mástil, el puerto, gaviotas y
espero.
Sus risas, sus juegos, la luz.
La lluvia, la higuera, la luna y
me mezco,
Me arrullo, me duermo y te
espero (…)
La niña juega descalza y desde el vaivén de madera, sonrío viéndola
ahí, llenando de risas las escaleras del porche.
Chasqueo mis dedos y recupero rizos y fandangos. Me estallan los besos
en la boca y río. Él dibuja y yo adormezco. No hay tapias que arañen, ni
gallineros, ni gatos, ni telones de algodón. No hay sábanas que empapen ni
tobillos que se quiebren. Me duermo y te espero.
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