De los silencios al silencio
foto: Yolanda Cruz
o de cómo sobrevivir a la belleza
El silencio es un estado del alma, imprescindible para respirar desde dentro y enderezar el norte. Esta definición es mía, es mi silencio, el que busco y disfruto en cada uno de mis bancos. Mi silencio, ese en el que descanso, es de color azul y huele a clavo y canela. El silencio que soy se esconde en un templo con siete puertas de entrada al infinitivo.
El silencio es una cometa allí fuera. Es un bálsamo,
una recompensa.
Pero, ¿y los silencios? ¿qué hay detrás de los
silencios?, miedo y supervivencia.
Los silencios son los parones, esos momentos en los
que los puntos suspensivos sustituyen al diálogo, todos en la sala callan y
alguien deja escapar el socorrido “ha pasado un ángel”, ¿por qué iba un ángel
con su paso alado a provocar el silencio?... que un difunto, nombrado, pasease
por entre los vivos y estos inclinaran la cabeza a su paso y le dedicasen un instante
de silencio en la Roma clásica, no significa que cada vez que a alguien le de
por perpetuar esa coletilla se mueva, etéreamente hablando, un difunto por
entre los vivos. No, cuando se alude a ese ángel, lo que se intenta es cortar
el hielo en el que parecen haberse congelado las palabras que no se han dicho
porque ciertos silencios incomodan.
Para salvar
la vida
Existen silencios que salvan la vida, esos
silencios en los que se sumergen los gritos de protesta, las verdades, las
denuncias, los derechos, para que los cuerpos sin boca, mudos de decencia continúen
respondiendo a un latido y pasen de ser huésped a ser celda de las almas ya
ciegas. Existen los silencios como los de los mutilados gallos mayas, que
disfrazan de invisible a la tribu para sus enemigos. Los silencios que esconden
las vergüenzas del amor cuando las caricias dejan cicatrices.
Y como no solo se sobrevive a la guerra, a la
muerte, a los azotes, a la injusticia, sino que también se sobrevive al miedo,
existen también silencios de los que ayudan a no despertar ni al que duerme ni
al que vela.
“Por no despertarte te acaricio sin tocarte.
Te beso con los ojos, respiro en silencio el alma
que desprendes,
duermo músculos y pensamiento, aquí, a tu lado, en
esta cama de hojas que a solo pensarlas quieren crujir y acelerar el día.”
Los silencios que se visten de las palabras apropiadas
son los peores. Se interponen como una cuña de cristal siempre al borde de
astillarse, se presumen un puente entre dos y tú, una vez tomado el puente con
la intención de acortar distancias, primero oyes el crujido, ese graznido amenazador,
después te frenas y enmudeces tras una sonrisa de porcelana.
¿esclavos de nuestras palabras?, que quienes nos
esclavizan son nuestros silencios. Nuestras palabras son nuestro pensamiento, y
el mero hecho de ser capaces de pensarlas nos libera de cualquier esclavitud.
Pero sobre el puente, escoges un silencio
camuflado. Salvaguardas tu vulnerabilidad porque lo que no nombras no es, porque lo que no nombras no está, no existe.
No, entre los dos y el puente de cristal, lo innombrable no tiene lugar, no
duele.
“la cama flotaba a la deriva, vendió su corazón por
levar el ancla, perderla y alejarse de cualquier puerto de cualquier acantilado
por pequeño que fuera para evitar resquebrajar las aguas de cristal”
El miedo a las astillas de cristal ensordece esos
silencios, los endurece y con ellos construye muros, torres vigía desde las que
ver de lejos el otro lado del puente y lo que empezó siendo un baile de
cinturas ahora ya es un tablero, un juego de cristal y de cemento, una falso
juego de castillos y torneos con personajes mudos de arqueados y oscuros labios,
de pechos blancos y fríos, de noches sabidas y mañanas repetidas.
Conozco la tribu de los hombres y mujeres de pieles
tersas y brillantes. De aquellos que han sabido simular su avance como funámbulos
en el cristal, como si patinasen sin prisas yendo al encuentro de las palabras
ocultas tras la torre que corona el otro extremo de esa pista graznada y
frágil. Hombres y mujeres sin un rasguño, de almas inmaculadas y correctas. Sí
yo fui así de hermosa, velé sueños, levé anclas, dibujé labios y desterré
ojeras.
Porque me pesó el cemento y me arriesgué a hacer
caminos sobre el hielo hoy deambulo tatuada y mi tribu es otra. Mis pies
golpean la tierra alrededor de una fogata, su resplandor tiñe sombras en la
piel que ya no tengo, en la piel que he pagado por rasgar mordazas. Grité y desgarré
el silencio. Rotos la porcelana y el hielo, dejé de hermosear para danzar sola.
Pero ya no hay silencios que disfracen porque no hay miedo del que resguardarse.
De los silencios pasé al silencio, ese en el que descanso, azul, canela y clavo. Ese que soy, infinito y
cierto.
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