PENSAMIENTOS
Las mudanzas y el carnaval - o de cómo los sentimientos abandonan antes su lado de la cama
Creía que solo la muerte podía asolar ciertas presencias
y dejar huecos allí donde se perdían mis ojos. Manchas o espacios descoloridos
en el tapiz que caminamos en círculos, constantemente. Ese claustro que recorremos sin descanso
necesita columnas que sujeten sus arcos. Los setos, las flores, la fuente, su
murmullo, los relieves pastoriles o los traviesos bafumets distinguen un
claustro del otro, pero las columnas son precisas para soportar la sombra por
la que discurre nuestra vida. Cuando la muerte se fija en una de esas piernas,
la toma y hace suya envolviéndola en musgo o en hiedra, envuelta en una vaina
verde, la piedra queda sepultada pero sin dejar de sujetar arcos, espacios y
sombras.
Creía que solo la muerte asola columnas. Lo creía y
me tomó desprevenida el final del carnaval. Ese momento de la fiesta en el que
los pies comienzan a pisar mascaras caídas y la música pasa a ser crujir de
ojos, mejillas y falsos labios.
Nunca me gustó el carnaval. Nunca. De niña me
obligaban a disfrazarme de lo que tocara. De lo que las musas soplaran al oído
a mi madre, sentada en el suelo de su habitación mirando al armario abierto de
par en par, como si tras la ropa colgada en los percheros hubiese alguna
otra puerta por la que estuviera deseando entrar. Alguien debía insistirle en
cruzarla, lo sé porque mi madre, aún hoy, siempre hace lo contrario a lo que se
le dice. Entonces se levantaba, “Eureka”, de un portazo cerraba el armario y
aquella puerta al fondo que solo ella veía, y se lanzaba al baúl donde se
apolillaban sombreros y camisones de sus tías. Nunca me gustó vestir aquellas
gasas y oler a alcanfor, siempre he pensado que era el olor de los muertos.
No, no me gustaba el carnaval, ni tener que
aguantar en viacrucis etílico a la murga paterna y sus canciones de cofradía en
cofradía. Empecé a aceptar aquella mascarada en la adolescencia, siempre y cuando pudiese transformarme en alguna
criatura nauseabunda, más muerta que viva y con capacidad de asustar con la
mirada enmarcada en unas garras seguras y afiladas. No, no voy a detenerme
ahora en mi gusto por ese tipo de criaturas aunque es evidente que, ya que se
trata de trasgredir, debía estar cansada de que intentaran alisarme las greñas
y de que mi sonrisa, por perenne, careciera de valor. La necesidad de
embrutecerme la nariz y de cicatrizarme la cara para verme, mientras alrededor
mío proliferaban los zorros y las princesas árabes con el ombligo al aire y las
sonrisas cubiertas, no me permitió ni adivinar que las máscaras se caen siempre
en algún momento ni entender que sin ellas no se asiste al baile.
Aquellos años de autocomplacencia y mi identificación
con los seres abisales terminaron en cuanto pasé a sujetar el otro lado de la
barra, y a aguantar las madrugadas de clientes reacios a abandonar la fiesta
sin colocarse las gafas de sol antes de salir a la calle. Y dejé de ver
antifaces y caretas. Normalicé los rostros que asomaban a las columnas de mi
patio y apoyé en ellos la sombra de mis días.
Todos tenemos un lado de la cama
Como no nos gusta desprendernos de lo que hemos
sido, con los disfraces cosemos camisones y pijamas. Cada noche los extendemos
cada uno en su lado de la cama. Porque todos tenemos un lado de la cama. Todos
tenemos un lado en cualquier cama. En la nuestra, en las impúdicas camas de los
hoteles, en las camas mudas y anónimas a las que no volvemos, en las impolutas
camas de los hospitales o en la cama, impávida y generosa, del amante. En
cualquier lecho al que cedamos,
salvo en el último, todos tenemos un
lado.
Y por las noches, un disfraz del que te desnudas,
se tiende al lado del otro. Los cuerpos se tocan aunque sea sutilmente,
buscando esa minúscula geografía que el disfraz no cubre, la incuestionable
importancia de la presencia. Pero esas telas extendidas, descuidados los
cuerpos, los protegen de las emociones, de los sentimientos. Así, en la cama,
los seres descansan, los cuerpos se buscan, los disfracen separan y los
sentimientos, los últimos en dormirse, son los primeros en abandonar su lado de
la cama.
Primero se deslizan por los límites del sueño y se
marchan a otros lados, a otras camas; después con la plena conciencia de que en
esa cama dejan el disfraz y un cuerpo junto al suyo, ese cuerpo que, desde la
oscuridad palpaba animoso cada pliegue descubierto y desnudo.
Los sentimientos son los primeros que dejan su lado
de la cama, ser los últimos en dormirse
y su vigilia les ha permitido adivinar la humedad de las aguas que toman la
nave a la deriva y escapan de ella, antes de que las sábanas se sepan velas y
el timón sea incapaz de gobernarlas.
Una mañana, cuerpo, disfraz y emociones de un lado
de la cama se despiertan y el sentimiento de ausencia es tan grande que se giran
bruscamente hacia el otro lado, un lado ocupado, sí, pero que no alivia el
vacío. Entonces, hace frío y es carnaval.
Los sentimientos mudan como lo hacen la piel de las
serpientes
Es de día y es carnaval. La música y las risas suenan
lejanas. Sujeto el disfraz con miedo a que pueda desaparecer en algún momento.
La luz del sol me permite ver el tapiz descolorido y una imagen del pórtico se
me viene a la cabeza. Los pilares, la piedra esculpida y el silencio, pero no el
que, a su paso, deja la muerte. El silencio en el que permanecen las estancias tras una mudanza.
Los sentimientos mudan. Se trasladan. Dejan de estar, por eso pesa el vacío que antes
ocupaban. Los afectos mudan con los
sentimientos y con ellos se llevan las patas de piedra y las sombras y el
soportal cede. No, cuando la muerte asola una presencia la piedra es hiedra, pero cuando
la mudanza sopla los pilares son arena y el arco cede.
No me gusta el carnaval, no me gusta estirar el
disfraz en mi lado de la cama. No me gusta alzarme confiada, empezar a caminar
descalza, cortarme los pies y entender que la
música ya no es sino crujir de ojos, mejillas y falsos labios.