Yo quiero estar contigo
(Foto: Yolanda Cruz)
O de cómo creer en las palabras
Qué frase tan sencilla, ¿verdad?,
yo quiero estar contigo. Cuatro palabras
con significados que no llaman a engaño, una sintaxis regular y un mensaje
claro. Y la escuchas y pese a haber sido pronunciada en unos segundos para dar
paso a otras palabras y a otras y a otras que ahora bailan en tus oídos y que,
en vano, intentan acceder a tu cerebro, ellas continúan presentes desde el
marco inexistente de un eco invisible.
A lo largo de toda mi vida,
siempre me ha supuesto un notable esfuerzo entender que el uso que el otro hace
de las palabras no siempre es similar al mío, es más, en la mayoría de los
casos no lo es. De un modo indiscutible, este hecho enturbia bastante la comunicación
entre ese otro y yo. La incomprensión no es la única consecuencia, a ella se
suman la sorpresa y la incredulidad en algunos casos, la consternación y la
inseguridad en otros y el desencanto y la tristeza en el resto.
Abandonada a tiempo la costumbre
adolescente de expresar cada una de mis opiniones y emociones, a ser posible en
el instante justo en el que las estaba sintiendo, ya disfruto del placer de
sentarme a escuchar y a escucharme. A menudo, puede sobrepasarme una bandada de
palabras que azotan mi pelo como una ráfaga de viento, como vienen huyen porque
no van dirigidas a mí, me desabrochan, dan la vuelta a mi paraguas, me despistan
y me hacen llegar tarde pero no son para mí.
Otras veces, sí están destinadas
a hacerme de pendientes y abro el paquete pequeño y rojo y me los prendo y
sonrío al donador y le miro pero ya no le oigo, al verme reflejada en sus
pupilas, descubro que esa no soy yo. Palabras y pendientes sin valor, ellas por
haber sido dichas tantas otras veces, ellos porque no se engarzaron para
engalanarme a mí, daba igual el rostro a enmarcar, daban igual ellos. Entonces
te pesan.
También se propagan secuencias de
palabras tejidas con seda, te rozan como un velo bordado de estrellas y dejas
que acaricie tu espalda y el borde de tu cama. La oscuridad les confiere una veracidad
que al alba se esfuma con la seda, los astros y el consuelo.
Hay palabras como pantalones que
te sujetan la cintura, palabras como faldas que ondean sobre tus muslos y
ascienden por ellos con la brisa, palabras como zapatos que te disfrazan y
palabras como anillos, que, no forjados a medida, acaban por perderse.
De todas esas palabras ya se
guardarme, no oculto mi deseo de que el final sea distinto, pero entre deseo y
esperanza, me guardo. Sin embargo, de las que como un enjambre zumban y aletean
dardos me es más difícil escapar, sobre todo
cuando la punzante intención atraviesa labios y risas desprevenidos e
inocentes.
Quien esgrime el verbo envenenado
a sabiendas de sus efectos merecería ser privado del don de la palabra. De sus
labios las escupen a sus manos, y como si de tinta se tratase, empapan con
ellas un punzón, herrumbroso y pesado. A cada golpe de martillo la carne se
abre y en los huesos se graban todas aquellas palabras, una a una. A pesar de
que adornas con tatuajes vivos las huellas de tanta ponzoña, una letra
escarlata, un marca brillante y persistente te firma allá donde te mueves.
A base de escuchar quien soy he
llegado a creerlo y a olvidar mi voz.
Los gritos por reiterados dejaron de ser estridentes para ofrecerse como
el único silencio en el que podía escuchar el rastro de mis pasos. Siempre es
mejor caminar un desierto de sonidos que tener que andar ocultando oídos y ojos
a las cadenas selladas con palabras falsas, a los pendientes solitarios, a los
anillos que se pierden. Pero entonces, desde ese asiento frente al tuyo te
mira, empeña su aliento para detener el tiempo y dice “Yo quiero estar contigo”
y, sin proponértelo sonríes a la certeza. Y te olvidas de los pantalones, de
las faldas y de los velos bordados con estrellas.