PENSAMIENTOS
Porcelanas y consejos -
o de cómo sobrevivir como una Matrioska
Y de vez en cuando, adormecida en
la butaca, miro las descabezadas muñecas que hay a mi alrededor, las cuento,
resto y faltan.
Porcelanas y
consejos
A la hora de la siesta, me gustaba jugar a
deambular por mi casa, redescubrir las
habitaciones y todo lo que en ellas había. Pero de todas, el salón, el terreno
de mis padres, por prohibida, era la más deseada. A base de insistir en mis
incursiones, acabaron cediendo años después a mi testarudez adolescente y el
salón se convirtió en mi lugar de estudio y lectura. Pero lo que yo entonces
viví como todo un logro, estoy convencida hoy de que no lo fue, al menos mío.
Creo que aquella prohibición era intencionada, el único lugar de la casa al que
no podíamos acceder, donde mi padre escuchaba música y leía, hasta que no acabé
mezclando mis vinilos con los suyos e intercambiando lecturas, no paré. Pero
eso fue después, antes fueron aquellos pies menudos y descalzos que recorrían el pasillo
aprovechando el sueño de los otros.
Libros, una emisora de radio, un tocadiscos y un
enorme mueble en el que se burlaban del tiempo un montón de objetos de los que
solo recuerdo bien una talla de madera de los Tres Monos Sabios y tres jóvenes
japonesas en similares posturas. Me daban miedo aquellas figuritas. Los monos
me inspiraban desconfianza y las tres pequeñas geishas, miedo. Aquellos regalos
de boda, que lo eran, me atraían y me provocaban rechazo al mismo tiempo.
Ver, oír y callar. Un regalo nupcial, lejos de la
Enfundula batú, aunque con un mensaje similar, “mira, escucha y calla”.
Aquellas porcelanas eran el presente y el futuro, el pasado, quedaba atrás.
Cabellos negros, boquitas pequeñas y rojas, ojos cerrados, cabezas ligeramente
inclinadas tras la vitrina. Entre ellas y la niña, el reflejo de ésta en el
cristal, despeinada y silenciosa, imitando los gestos sin entenderlos.
Sabiduría o
Sumisión
Para la escuela budista de Tiantai, los tres monos
sabios están vinculados al código moral chino que promulga no ver, ni escuchar
ni hablar de modo dañino, un camino de perfeccionamiento místico, lejano al
sentido de la sumisión que idéntica gestualidad transmite a través del trío
femenino de porcelana. Harás bien en
alejarte del mal y harás bien en evitar provocarlo. Desconozco si en los
ajuares contemporáneos a las bodas de mis padres, monos y geishas proliferaban,
o si aquellos diminutos e impositivos seres solo sustituyeron a los, sin duda,
inteligentes y divertidos consejos de las viudas egipcias en los esponsales a
cuya consumación debo la vida, lo que sí se es que aquellos tres verbos
coronaban de un modo invisible el portal de mi casa y velaban por el equilibrio
en las noches de invierno.
Pero lo de “pace tua dixerim” no iba conmigo y al
tiempo que mudaba dientes, una a una, perdí el apego a aquellas prohibiciones.
Vi, oí y, por último hablé, y lo hice con la inocente creencia de que al
expresar cada una de mis opiniones, ganaba centímetros en ese jardín de las
convicciones que con tanto celo vigilan los adultos, reacios a dejarte entrar por
temor a perder su pedestal de privilegio.
Hablé y fue difícil, hablé y salí a empujones a la
arena. Comencé a expresarme y llegó la soledad y con ella los bancos y las
matrioskas.
Matrioska
Los siete dioses de la fortuna japoneses protegen y
se protegen. Son bien conocidos los grabados que representan a estas siete
deidades, seis dioses un diosa, y los juegos de cajas de madera con sus tallas
o rostros, de distinto tamaño, unas dentro de las otras, con Fukurokuju, dios
de la sabiduría, como huésped mayor.
Los siete dioses, además de proteger, debieron
inspirar a algún avispado comerciante ruso, porque en algún momento los bigotes se
cambiaron por mejillas sonrojadas, las lucidas calvas por pañuelos anudados en
la barbilla y las manos habladoras se escondieron bajo ramos de flores, frutas o
delantales y dieron lugar al más conocido souvenir ruso hasta la fecha, las
matrioskas.
Estas muñecas que se esconden unas dentro de las
otras, siempre en número impar, se ríen de los contrarios porque el número non
nunca los encuentra. Una cáscara pintada
a mano, maquillaje de barniz y madera expuesto a las manos que quieran abrirlo,
y miren. “Pasen y vean”, “Fino in fondo”. Ardua y costosa tarea.
La supervivencia exige salvaguardarse. Una
Matrioska oronda y sonriente, de vientre generoso, ofrece sus huecos sin
formas, brillantes y curvos. Como una cáscara de huevo, se rompe fácil, pero
dentro se esconde otra, y en su
interior, otra más y conforme el tamaño de la ofrenda disminuye la dificultad
para abrirla consigue hacer desistir a los dedos más inspirados.
Nunca hubo una viuda egipcia que me enseñara a
acariciar con el pelo, a vestirme en la piel del que yace a mi lado, ni a
cabalgar las noches perfumadas del verano, no. El estuche de mi alianza fue el
más pequeño de esos dioses. La sonrisa venció la torpeza de mi verbo y de mis
manos y conseguí abrir la cajita más pequeña. Los objetos mágicos de los
cuentos maravillosos ayudan al héroe, no a la heroína, ella acaba encantada y
mi encantamiento me valió cambiar las calvas brillantes por pañuelos anudados
en la barbilla.
Las Matrioskas, al contrario que los siete dioses de
la fortuna, no desvelan su secreto, la más pequeña de todas, la que está en
todas y no es ninguna de ella, la de la sonrisa más diminuta, la de las manos
más escondidas, esa no se abre. Así sucede con las muñecas de madera y así
sucede con las encantadas de los cuentos. Y mientras los dedos acarician y abren,
buscan ranuras y abren, estrangulan una a una las cinturas y abren, Gertrude,
escondida en la cavidad imposible de la ínfima cajita de madera reza “creo en
el placer de la carne y en la irremediable soledad del alma humana”
Adormecida en la butaca, oigo cómo ruedan, a
capricho del viento, las descabezadas muñecas que hay a mi alrededor. Las
cuento, resto y faltan.