PENSAMIENTOS -
Dignitas qualitas antiquas est
Dignitas qualitas antiquas est
o de cómo las
cualidades pasan de moda
En algún momento, entre los siete y los catorce
años de edad, se instaló en mi conciencia el sentido de la dignidad. Si bien mi
generación ha sido la primera en sumar la televisión en Blanco y Negro a los
instrumentos hacedores de su educación visual - sentimental, la escasa variedad
de programación infantil, en el único canal de televisión accesible en mi
infancia, permitía contar con mucho tiempo para leer, escuchar e imaginar
juegos y gestas que emprender con los amigosen la calle, acera contra acera o
en el mejor de los casos, barrio contra barrio.
Aquellas lecturas me ayudaron a crear un universo
imaginario en el que mi pausada pero irremediable salida de la niñez me obligaba
a esconderme. Las fantasías de Enid Blyton con Los cinco, Torres de Malory y Los
7 secretos, fueron las mías. También las de Andrew E. Svenson con Los Hollister, y las de Robert Arthur con
Alfred Hitchcock y los tres investigadores. Eran esos lo libros a los que tenía
acceso, entonces no escogíamos, al menos en mi casa. Así, cumpleaños tras
cumpleaños, onomásticas y Reyes Magos. Dos libros por ocasión, dado que éramos
dos niñas, solíamos contar con unos doce libros por año, pocos pero daban para mucho. Además de servirnos
para llegar a conocer el placer de la relectura, nos servían de inspiración
para reescribir versiones y secuelas,
con más fantasía que vergüenza, y como base argumental de las frecuentes y
solitarias sesiones del pequeño teatro en el que convertimos una habitación en
el terrado, toda nuestra. Nuestra, de nuestros juguetes y de los cinco o seis
gatos callejeros con quienes nos encantaba compartirla, ese era nuestro
público.
Entre libro y libro solo tenía acceso a los tebeos,
cada domingo, visita al quiosco con una de mis abuelas. El Tío Vivo o el Olé,
bien valían acompañarla a misa de ocho. Doce años y coletas no me daban derecho
al Jabato y a Capitán Trueno, al menos así lo entendían “mis mayores” pero pronto
me enfrasqué en el mundo del intercambio, y no solo con los cromos del Album
Maga, el Botones Sacarino y Súper López siempre eran una buena baza. Mortadelo
y Filemón y 13 Rue del Percebe eran las joyas intocables, nunca salieron de casa
de mis padres, hasta hace un par de años, han sido el “Objeto mágico” en el
ritual de iniciación de mi hijo en el mundo del cómic.
Después llegarían Pearl S. Buck, Louisa May Alcott,
Eleanor Porter y Lucy Maud Montgomery y con ellas mis primeros romances
imaginarios y mis deseos de ser una fantástica escritora. Me quedé en
periodista pero también en esa elección de oficio ellas tuvieron algo que ver.
Sin embargo, las lecturas que más recuerdo hoy son las de los libros de Alexandre
Dumas y Jules Verne. Del primero, Los
tres mosqueteros y La reina Margot me condujeron a El conde de Montecristo. De Verne, La vuelta al mundo en 80 días y Los
hijos del Capitán Grant a Miguel
Strogoff. Ellos, Edmond Dantes y Miguel Strogoff fueron los primeros
personajes que me ayudaron a intuir el sentido del honor, una intuición que
tomó fuerza años después con el Jean Valjean de Hugo, una fuerza suficiente que
me llevó a cumplir los 18 años con un sentido de lo justo y de lo injusto que,
a lo largo de mi vida, me ha valido tantos momentos de satisfacción como de conflicto.
Sí, fue a través de los libros que caían en mis
manos en aquel momento de mi vida los que me llevaron a intuir el honor y la
dignidad aún antes de saber quién era yo. Pero faltaba un tercer ingrediente en
esa pócima efervescente que eran mis pensamientos, la palabra.
En el principio era la palabra, así comienza el
prólogo del evangelio canónico de San Juan y porque los pilares de mi familia
reconocían la prioridad del verbo, yo aprendí a escuchar. “Porque antes las
historias no se leían se escuchaban” y “porque si no escuchas, cómo vas a
aprender… tú escucha y no tendrás ni una falta”. Panes y libros, ambos olores
se mezclan en mi recuerdo. Fuera, languidece la tarde, dentro una mecedora,
ojos arrugados que cerrados asienten mientras un susurro lento se detiene el
tiempo justo para ensalivar un pequeño dedo y pasar página. Fuera llueve, dentro,
ese mismo dedo, enguantado en yema de huevo, acaricia el borde de lo que será
un rosquito de azúcar, mientras su voz baila con el agudo repiqueteo del aceite
caliente y su bata se impregna con olor a canela.
Escuchar, lo que se dice y lo que no. Leer el tono de la voz que dibuja
los pensamientos, entender los silencios, llegar a distinguir los precisos de
los inciertos. No adelantarse a esos sonidos que narran algo que ya conoces,
porque “cada voz es distinta, como cada día lo es”. Entiendo como una fortuna
haber podido asistir a tan sacra escuela. En mi trabajo como periodista, sin duda el
género que más me ha gustado practicar es el de la entrevista y este gusto no
es casual. Sin embargo, ese aprendido y asimilado respeto a la palabra incluye
consecuencias negativas que, en más de una ocasión, me he visto obligada a
sufrir.
Todos los que educamos nos apoyamos en aseveraciones
que esperamos sean asumidas por quien nos escucha desde el más desinteresado
convencimiento de que es por su bien. Una de las mías es “el valor de un hombre
es el valor de su palabra”, (cuando educo evito arrobas y barras tipo o/a, hay
que enseñar también el uso de los genéricos y trasladar la idea de que el
machismo del lenguaje radica más en el uso que se hace de él que en sí mismo,
pero eso, ya sé, es otra historia). Y pronuncio tales palabras con seguridad, y
mi certeza es tal que lo aplico a mi vida. Soy consciente de que crecer con esa
idea asimilada le va a hacer tanto bien como mal, valorará su palabra y sufrirá
por quienes no valoren la suya pero mi código del honor me obliga a traspasar
este legado.
Esta extensa reflexión tiene lugar porque hace unos
días he asistido a una charla en la que se ponía en tela de juicio, con la
mejor de las intenciones, la modernidad o no de estos valores, las llamadas
cualidades del honor y la dignidad, que para mí, se han de velar con un arma,
el valor de la palabra. Si escucho a mi alrededor el mundo, lo que de él se me
traslada a través de los medios que ayudo a abastecer y mantener, podría pensar
que, en realidad, modernos no son. Como tampoco lo son el Capitán Trueno, ni
Jean Valjean, pero si los valores y las cualidades son rechazados por demodés,
¿a qué se aferra el alma para no caerse y desaparecer por el agujero negro por
el que desaparecen los sueños?.
Me declaro aquí convencida de que el valor de la
palabra, porque si en principio fue el verbo y el verbo estaba en dios, ese
dios inventado por el hombre a su imagen y semejanza, el verbo está en el
hombre y el verbo es el hombre. Y seguirá habiendo quien realice un mal uso de
ella, cierto, habrá quien la de en vano, quien mienta, quien calumnie, quien
hiera o hasta mate por ella. Pero habrá quien no. Y las palabras y el valor de
aquellos seguirán relevando a esos pilares que, de vida en vida, han impedido
que el alma se pierda.